EL "CHICHE" NUEVO

 

Ah cuanto recuerdo aquel otoño que comenzaba hace ya 20 años, eran los últimos días del verano.  La situación de mi hogar no daba para más, mis padres estaban nuevamente en crisis, iban  a separarse por enésima vez, algo que finalmente nunca ocurrió ni ocurriría jamás (al día de hoy siguen  envejeciendo juntos).  Mi hermana mayor, ya casada y ocupada en su trabajo y viviendo en su propia casa se acercaba para mediar en lo posible, dentro de lo que permitían sus posibilidades y ante las quejas de mi cuñado que le repetía que mis padres siempre hacían lo mismo.  Mi abuela y mi tío soltero eran cada vez más dependientes de mi madre,  mi abuela por su frágil salud y mi tío…por puro “mamero” nomás.   Así el cuadro, cuando la psiquiatra de mi madre aconsejó entre otras cuestiones, que para mis 16 años de adolescente semi  encerrada entre el estudio y una familia cada vez más embrollada lo mejor era migrar a otro hogar temporalmente.  ¿Adonde iría entonces?  No teníamos muchos parientes, mi hermana lo haría de mil amores, pero su trabajo de muchas horas no daba lugar para ocuparse de mí en la complicada situación.  Entonces…la solución, mi papá decidió que iría a la casa de mi abuela paterna, o sea su mamá, porque estaría cerca de mi familia y de la escuela a la cual yo asistía.  

Mi abuela paterna era un ser cuya existencia en mi vida era casi nula, …

Era una anciana dama  que vivía recluida…apenas la veía una vez por año, para las fiestas, acompañaba a mi papá a saludarla, mi mamá no iba.  Lindo panorama se avecinaba, convivir con una desconocida.  Ahora pues, a cambiar de aire, a ocho o diez cuadras de mi casa.

Mi abuela era una señora ya viuda desde hacía bastante tiempo, yo no conocí a mi abuelo paterno. Era la mamá de mi papá y de mi tía una cincuentona que nunca había crecido (igual que mi tío materno) a pesar de haberse casado muy joven y haber procreado cuatro hijos (mis casi desconocidos primos con los que luego entable una relación que aún continúa), a la cual mi abuela trataba como una nena y cuyo marido, un comerciante del centro de la ciudad, engañaba vil e impunemente, ante la vista de todos, incluida mi abuela. 

La casa era enorme y allí vivían todos juntos:  la abuela, mi tía, sus esposo y sus hijos.  Sin embargo era un lugar cómodo y tenía un hermoso jardín de estilo grutesco muy de moda en la década del veinte y del treinta, construido por mi abuelo.  Eran los típicos canteros de cemento que imitaban a los troncos de los árboles. En esos días, ya instalada ahí, recién comenzadas las clases y para aprovechar los últimos calores del verano, en esas penúltimas tardes largas de luz del sol, mi abuela se sentaba en el juego de sillones para tomar su te de media tarde y disfrutar de su nuevo “chiche”  regalo de mi papá:  un radiograbador con casetera y lector de compact disc que le permitía, oh maravillas de la tecnología, a través de sus parlantes escuchar sus programas de radio favoritos y también las viejas melodías de su juventud, remasterizadas en los novedosos compact disc que la entretenían evocando los felices tiempos idos.  No siempre lo hacía sola, a veces  yo mientras estudiaba o la tía regando las plantas, la acompañábamos.   Alguna que otra tarde, pero más seguro los fines de semana, venía de visita mi tía abuela , hermana menor de mi abuela, viuda como ella, cuyas hijas eran profesoras mías en el colegio, porque al igual que mi tía habían estudiado también ahí (aunque muy pocos sabían el parentesco). Ambas eran solteras y algunas veces acompañaban a su mamá, que era muy cariñosa conmigo (aclaro que las chicas eran eternas candidatas, junto a otras docentes del colegio en misma situación para un improbable noviazgo y posterior casamiento con mi tío materno, situación que alentaba e ilusionaba a mi mamá y que nunca ocurrió, porque tanto él como las supuestas candidatas permanecen todos célibes al día de hoy).


Así mis días, tardes y noches transcurrían plácidamente entre la casa de mi abuela y el colegio y viceversa o no tanto  cuando mi papá venía a verme dos veces por semana, al igual que mi mamá pero por separado y llevarme a ver a mi abuela y mi tío.

Los reproches desgranados ante la silente anciana, eran mutuos, y el problema mayor el dinero.  Por eso yo rogaba que me viniera a buscar mi hermana, así se ahorraban las peroratas. 

Una tarde de domingo, inusualmente calurosa para fines de marzo o principio de abril, estábamos en el jardín mi abuela y yo, la tía  y sus dos chicas, y mi tia, un te frío nos hacia más llevadero el “pomeriggio” como llaman los italianos la hora de la merienda…mi abuela prendió el aparato…

-Hermanita, mira lo que consiguió Ivancito (mi primo) en casa Piscitelli, el CD de “Violetas Imperiales”…todo Luís Mariano…

-Ay hermana que hermoso regalo, cuantas veces lo escuchamos, amen de ver la película con Carmen Sevilla tan jovencita.

Acto seguido comenzó la reproducción de los acordes de la archifamosa canción de los primeros años 50: “Violeta para ti tengo yo esta canción…”que ambas corearon moviéndose al compás y abanicándose.  El resto las observábamos en silencio y parecía que el tiempo desaparecía, instalándose en el presente un eterno pasado entrañable y añorado por las dos…como una mágica presencia que nos envolvía al resto también. 

Unos días después la situación cambió, era media semana, mi abuela estaba sentada sola yo hacía mis tareas en el comedor diario y la tía  iba y venía con los quehaceres del hogar.  Una vecina también se había abonado a la nueva tecnología, pero el repertorio de su gusto era otro…o sea la cumbia.  Todos los días a la misma hora que mi abuela, escuchaba el variopinto repertorio de la música tropical, en especial una canción con un estribillo machacón: Bailarín, Bailarín, Bailarín, chin chin.

Les diré que la vecina ignoraba tonos y volúmenes y cuanto más alto mejor…situación que irritaba sobremanera a mi abuela. 

Se repitió el numerito varios días, mi abuela con evidente desagrado comenzó a subir el volumen de “Violetas imperiales”, inmediatamente la vecina hace exactamente lo mismo con su cumbia favorita, y así sucesivamente hasta que el máximo de los volúmenes era semejante a una furia acumulada que estallaría en el aire, por lo tanto mi tía al grito de “basta mamá…” y el marido de la vecina con un “córtala negra vivamos en paz” impusieron la rendición y la tregua más tratado de paz.

Este es el recuerdo más entrañable de una adolescencia algo difícil y triste, porque le agregó algo de solaz a la misma, a finales de ese año volví a mi casa porque las aguas se habían aquietado.  Mi abuela murió tiempo después.  La casa ya no está.  Sin embargo cuando entro en youtube y encuentro “Violetas imperiales” y la escucho no dejo de sonreír al evocar esa “guerra” de canciones y volúmenes…con excesiva nostalgia. 


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